Y sigues nadando

¿Alguna vez has estado en la parte profunda de la piscina con tus amigos? Cuando todos deciden jugar a aguantar el mayor tiempo posible sin salir a tomar aire.

Y mientras más bajas, la presión se hace mayor.

3 segundos. Ninguno se rinde, todos quieren ganar.

5 segundos. Los primeros comienzan a subir pero esperan atentos la llegada de los que faltan.

10 segundos. Escuchas los latidos de tu corazón como un gran tambor en tu cabeza. La presión en tus oídos se mezcla con el vacío de pecho pidiendo el aire que hace en falta.

Pero tu te mantienes firme, porque sabes que aún hay más para dar.

Y luego… luego te quedas sola. Ya todos están arriba esperando por ti. Sabes que si sigues tardando se van a aburrir y cambiarán de juego, así que decides subir.

La verdad es que tampoco soportas un segundo más. Tu vista comienza a nublarse y tu cuerpo se hace más pesado conforme pasan los segundos.

Más pesado. Más pesado. Más pesado.

No tiene sentido, mientras más cerca estás, él sólo continúa haciéndose más pesado.

Y la falta de aire te ahoga, te asfixia, te debilita. Te asusta. Tu ni siquiera querías jugar en primer lugar.

Tal vez no sea cierto y es sólo una ilusión de tu cuerpo; pero mientras más pataleas más lejana parece la superficie. 

Y puedes ver el brillo del sol justo sobre tu cabeza, y a tus amigos quienes quizá comenzaron a preocuparse, o quizá sólo están aburridos; porque al fin y al cabo no son ellos quienes se ahogan. «Nadie te obligó a jugar». «Fue la decisión de todos». Fue democracia.

Y unos cuantos te buscan desde la superficie, extienden sus manos para ayudarte a subir porque saben que tus fuerzas se agotan. Pero ninguno entra a buscarte, ninguno se hunde contigo. Nadie sabe lo que se siente ahogarse. O quizá si, y por eso quieren ayudarte – pero ojo – sin tomar riesgos.

La piscina se extiende, metros, kilómetros… hacia arriba o abajo, quien sabe. Y aunque ves la salida, aunque conoces la manera de llegar allí… no puedes.

¿Por qué no puedes? ¡Claro que puedes! Sólo debes seguir nadando. 

Pero… ¿Cómo nadar cuando ves como tu vida se escapa lentamente de ti? En pequeñas burbujas que se alejan, que huyen. Quizá lo mejor sea dejarse llevar,  parar de resistir. «Que pase lo que tenga que pasar».

Al menos hiciste el esfuerzo ¿no?

No creo. Ese es el final que escogen los cobardes, los que no tienen nada por lo cual continuar, y yo no soy cobarde.

No somos cobardes. 

Sigues nadando, nadas, nadas y nadas. Todos te ven ahora, te apoyan y te esperan con los brazos abiertos. ¿Por qué carajo no entran a sacarte? Te preguntas, pero aceptas que ésta lucha es tuya, con su apoyo, pero tuya.

Así que sigues nadando, ignorando la presión en tu cabeza, los latidos que se apagan y el vacío que te invade…

Y logras salir. Esa primera bocanada de aire te sabe a gloria, y tomas una y dos y tres y cincuenta.

Pero luego… luego ves que no estabas en una piscina, sino en medio de un oleaje bravo e inquieto, que te hunde y sales y te hunde y sales y te hunde… Y sales. Continúas saliendo.

Siempre sales.

 Algunos te ayudan a nadar, pero la marea los obliga a separarse y continúas, sola. En tu lucha. En nuestra lucha.

Sigues nadando, porque no conoces otra forma diferente para mantenerte a flote. Y vas a llegar a tierra firme, pero ahora debes seguir nadando.

– Julia W.